domingo, 25 de noviembre de 2007

DON FERNANDO

Sin recurrir a más fuente que a mi memoria analizo mis tiempos de estudiante allá por los años sesenta, cuando en los pueblos más grandes de cada provincia empezaron a construirse los primeros Institutos de Bachillerato (lo escribiré siempre con mayúscula por la importancia que tuvieron en mi vida) y entramos en masa los hijos/as de las clases media y media–baja, cuyas familias aspiraban a un ascenso en la escala social para sus descendientes.
La educación en aquellos tiempos pretendía ser integral y estaba basada en unos ejes transversales sólidos e inapelables: moral católica e ideal nacionalsindicalista.
Las escuelas e institutos públicos estaban sujetos a las directrices de equipos de profesores mal pagados y, yo creo, que poco motivados. En los centros públicos empezaba a vivirse un “laissez faire” del que los/as adolescentes nos aprovechabamos al límite de la desvergüenza que podíamos o nos dejaban desarrollar. Entre el rigor de algunos/as profesores/as, la impotencia de otros/as y las obsesiones de muchos/as, me imagino los claustros (si los había) como un mar de lamentaciones por los bajos niveles, la desmotivación del alumnado y la poca educación que demostrábamos en general. Fuimos muchos/as , y de golpe, los/as que entramos de clases sociales poco educadas según los cánones del momento.
¡Al escribirlo me suena tan actual!
Entre los/as muchos/as profesores/as que marcaron mi currículum pocos/as dejaron una huella constructiva y positiva; muchos/as pasaron sin dejarse sentir y sin rozarse conmigo y algunos/as fueron una pesadilla.
D. Fernando era un hombre grande, robusto, pesado y desgarbado; de andares descompasados en los que movía todo su cuerpo. Daba apuro verlo moverse en el laboratorio porque tenías la sensación de que iba a tirarlo todo a su paso. Su cara ancha y redonda, adornada con un bigotillo fino y recortado al estilo de la época, lo hacía parecer autoritario; aunque su autoridad emanaba, de forma natural, de su propia masa corporal y la posibilidad de que te plantara una de sus manazas en cualquier parte de tu cuerpo.
Nunca ordenaba callar, pedía que le escucháramos como la persona que tiene muchas cosas interesantes que contar y no le dejaban hacerlo. En sus clases no había silencio y teníamos un derecho no otorgado de interrupción y comentario siempre que fuera pertinente.
Era profesor de Ciencias Naturales y lo tuve en 3º y en 5º de bachillerato.
No era un hombre que se apegara a los/as alumnos/as, que quisiera engatusarlos ni esperaba nada de ellos/as personalmente. Eso sí, utilizaba su materia a modo de señuelo en una caña que lanzaba al grupo para ver si alguien picaba en el anzuelo del saber.
Muchos/as de nosotros/as picamos porque los cebos eran retos y estábamos en la edad de los desafíos. Jamás nos obligó, ni nos exigió nada, ni nos dio nada a cambio de nada. Muchas veces me pregunto cuál era el premio que obtenía de aquella postura ante nosotros/as porque más que a él admirábamos a sus palabras y sólo ahora, en la distancia, aprecio que había detrás de su discurso una persona y un método de enseñar.
D. Fernando era farmacéutico y compaginaba ambos oficios. Sus clases eran pura actividad porque concitaba en ellas casi todos los métodos pedagógicos: lecciones explicadas a base de preguntas y discusiones sobre lo que nosotros habíamos oído del tema, aclaración de todos los porqués de las cosas estudiadas hasta que se comprendieran y llegáramos a la conclusión de que había más cosas por descubrir que las que ya estaban descubiertas. No faltaba la memorización pura y dura del tema para triunfar en los numerosos concursos y desafíos puntuables de las clases siguientes y algunas veces, sólo algunas, el examen . En aquel tiempo a veces le reprochaba que con la farmacia no podía corregir tantos exámenes, ahora comprendo lo poco que le hacían falta para evaluarnos.
Nos metía tanto en el tema que estudiabamos que hasta los insultos nos los decía sobre él:
- No te distraigas platelminto.
- Atiende dicotiledónea .
Nunca pasaba un tema sin contarnos una aventura que le hubiera ocurrido a él sobre el mismo en sus años de estudiante o de profesor, del tipo: "tuve un profesor en la facultad que nos llevaba a visitar los enfermos del hospital. Una de las veces, hablando sobre las capacidades que teníamos que tener para ser médicos o farmaceúticos nos hizo una prueba: cogió un orinal con heces de un enfermo, metió el dedo y se lo chupó, después nos pidió que hiciéramos lo mismo que él. Medio enfermos lo hicimos todos. Se nos quedó mirando y nos dijo que tenía que suspendernos a todos/as porque ninguno habíamos superado la prueba. Él había metido el dedo índice pero se había chupado el dedo corazón. Ninguno teníamos la capacidad de observación necesaria."
En aquellos tiempos no había clases prácticas o de laboratorio y este lo utilizábamos para ilustrar las explicaciones con láminas o porque no había otro sitio y era nuestra clase. Pero muchas veces dejaba caer al final de la clase:
- Hoy tengo que venir por la tarde para ordenar un poquito el laboratorio
Lo que se traducía en que podíamos ir a ayudarle . Yo no faltaba a aquellas citas informales en las que lo mismo desmontábamos al hombre clástico, que doblábamos vidrio, mirábamos por los microscopios, fabricabamos tinta invisible o hacíamos reacciones químicas que ahora no recuerdo pero me impresionaban, sobre todo, por el olor de los reactivos.
Cuando estábamos en geología daba la casualidad de que por los alrededores había calizas, yeso, arcillas, mineral de hierro, cuarzo , calcita… ¿Quién era el guapo que se resistía a buscar aquellos tesoros? Menuda colección de rocas y fósiles llegué a tener.
Si estábamos en botánica, pues casi nada, resultaba que había en nuestro pueblo hasta orquídeas y nosotros sin saberlo ¿Quién se resistía a buscarlas?
También estaban los trueques:
- Necesito ranas para la prueba del embarazo, necesito tarritos de los de penicilina, quien me los traiga se queda trabajando un rato conmigo en la rebotica. Yo hice buenos tratos y pasé algunos ratos mirando con su potente microscopio mi sangre, pelos, la circulación de la sangre en los renacuajos, las diatomeas con aquella infinidad de formas cristalinas... todo mientras él preparaba las fórmulas magistrales que le habían encargado.
D. Fernando ha estado oculto mucho tiempo; cuando ahora reflexionaba sobre los buenos profesores se me abrió su imagen entre los/as demás y he apreciado lo mucho que le debo. Seguramente otros/as alumnos/as suyos al leer esto no opinen lo mismo; pero yo que no seguí estudios científicos, sigo siendo un apasionado de la ciencia gracias a él.

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